24 Señorita Parra



Señorita Parra

09 noviembre 12


Tenía una diosa delante suyo.
Ni siquiera el cansancio y la cara manchada
podían ocultar esa revelación.


Qué uniforme más inusual. Grueso, tosco de color azul y una placa
con tan solo un apellido: "Parra". 
Era una una joven mecánico.
Una muy bien camuflada diosa de apellido Parra. 

El siempre se enamoraba de los nombres e incluso les componía
versos. Ahora su anónima dama por lo menos le revelaba el apellido.

Se imaginaba qué ilustre señor le habría dado ese apellido y le
agradecía infinitamente haber engendrado a tan hermosa mujer. 

Dañó su ya de por sí destartalado automóvil a propósito en varias
ocasiones para poder verla en el taller. Cuando las excusas se le
fueron acabando a él y a su auto, se armó de valor e invitó
a la dama a salir. Ella aceptó.

Le propuso elegir a ella el sitio. "Una diosa como ella seguramente
elegirá algo fino, debo preparar la cartera, que no está holgada,
pero ella lo vale" pensó. 
La chica meditó un poco y dijo: "Hay una
fonda cerca de aquí. Conozco a la señora y tiene excelente sazón.
Buena cantidad a módicos precios, además." 

Él se quedó sorprendido con la respuesta de su ahora musa.
Ella continuó: "Podría ser saliendo de aquí. Siempre termino el turno
con un hambre voraz."

Parece que no será necesario rentar el smoking -pensó el joven y se sonrió. 
De igual modo esa tarde preparó con ahínco sus jeans y camisa de algodón,
con la que todo mundo le decía lo guapo que se veía.
Pasó al taller por su dama (qué bien sonaba eso en su mente) y al verlo, ella
le hizo señas de estar lista en unos minutos más. 
Mientras caminaba hacia una esquina con percheros y el módulo para
marcar inicio y fin de turno, iba bajando el cierre de su uniforme. 

Él se embobó con el espectáculo, se emocionó de verle al fin
en otro atuendo y se sintió celoso porque otros hombres le rodeaban
y veían aquello tan a menudo que ni siquiera volteaban a verla
quitarse aquella piel azul, misma que se quedó colgada
y ella marcó su salida. 

Ahora ella lucía pantalones cortos de algodón y una blusa
de tirantes delgados. Lavó su cara de las manchas de aceite
y el cansancio. Se cubrió hombros y brazos con una camisa de
franela a cuadros y soltó su cabello. 
Si la cita hubiese sido sólo
aquel espectáculo, él ya se sentía pleno. Pero era sólo el principio.
Ahora la llevaría a comer. 

Ella interrumpió sus fantasías con una indicación:
"No vale la pena encender el auto.
Podemos llegar caminando... de... ¿de acuerdo?" -él despertó. 

Ella iba guiando el camino, así que él podía darse el lujo de ver el paisaje:
esa melena castaña ondeando como bandera en el viento. 

Llegaron a la fonda y escuchó a su dama saludar a 'doña Vale'.
El sitio era prácticamente un hogar abierto al público.
La señorita Parra tenía buen gusto. 

Ella se dirigió a su compañero: 
--¿Qué te gustaría probar? 
--Lo mismo que tú.
--Buena elección. 
Ella sonrió y la fonda se iluminó más aun.

--Lo de siempre, doña Vale, para dos. 
Doña Vale sonrió sabiendo todo lo que ninguno de los dos imaginaba
y los invitó a sentarse. 
Ahora ella lo observaba a él mientras este
permanecía distraído con el ambiente de aquel sitio. Se preguntaba
cómo él le había invitado a salir sin preguntarle nunca su nombre
o su edad. 
Tampoco le dijo nunca que las frecuentes averías que sufría
su auto no eran sólo inusuales sino claramente provocadas.
Ella lo sabía. Dicen que sólo los médicos pueden escuchar el cuerpo
de sus pacientes, pero los automóviles a estas alturas le hablaban
claramente. 
 
"Siempre vengo a comer sola" -dijo ella al fin-
"me alegra compartir la mesa hoy con alguien."

Él no supo qué contestar. Estaba en un sitio tan improbable para una cita
y ahora se daba cuenta de la intimidad que compartían.
El silencio fue interrumpido por un reclamo de entrañas. Las de ella.
Aquel rugido de tripas los hizo sonreír y ella se sonrojó. 
 
Doña Vale llegó al rescate. Puso sobre la mesa dos platos de carne, 
ensalada y jugo de frutas. La señorita Parra atacó. La comida fue llevada
a la boca de la diosa con los dedos y disfrutaba de tal modo que en esa
experiencia, él entendió el arte de disfrutar la vida. Se vio en sus propios días,
ajetreado y distraído de la belleza en los detalles cotidianos.
Los más importantes. 

Estaba enamorado. Era oficial. Dejó los cubiertos de lado,
tomó la comida con los dedos y saboreó el sazón de aquella tarde.

Sólo un momento después, a él se le ocurrió decir:
--Parra. Qué lindo apellido el de tu padre.

Ella alzó las cejas, tragó, se limpió con la servilleta y dijo:
--Oh no, Parra es el apellido de mi madre. 


•● Citando en Mayo 2016 ●•
 
»Escribir no es
transformar el ego
en sustancia, sino
diluirlo para que
no envenene.«

-Kenneth Moreno May
Colombia.
 
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